miércoles, diciembre 07, 2005

Crónicas del microbús

Capítulo I
La ciudad de nada

El Distrito; para muchos la ciudad más grande, llena de charros que se suben al metro y amarran afuera a sus caballos. Para otros la ciudad del nopal que se suspende en agua. Para mí no es ni una selva, ni una ciudad ni nada. Es como pararte en un éter distorsionado. Sí, si si si si. Cómo pararse en el éter si el éter no es nada. Pues eso mismo, la ciudad no es nada. Como si a la llegada de los españoles y la consecuente demolición de Tenochtitlan este espacio de tierra se hubiera quedado vacío. Asomarse a los globos del mundo en las bibliotecas y justo en el sitio de México no encontrar nada más que nubes. Somos gente que aprendió a vivir y a hacer su vida en la nada. Tenemos edificios y avenidas, segundos pisos y callejones sin salida en un piso que no existe. Aprendimos a ser felices, revolucionarios, sacerdotes, comunistas y gitanos abrazando al vacío. Si eso no es ingenio yo no entiendo qué más puede ser. Nos inventamos todo un mapita de concreto en el abismo. Pero no creamos una metrópoli fantástica e irreal, sino que le creamos a todo este teatro perfecto muchas manchitas para hacerlo más creíble.

Resumiendo cuentas, los mexicanos hicimos de lo que no era nada un revoltijo de historia, calor, colores y mala fe y nos pusimos a tratar de coexistir así. Así que podemos olvidarnos del de cualquier destino divino porque nosotros somos los padres de este México. Lo abollamos, lo pintamos, lo transformamos y lo reinventamos día con día. Vivimos en un paraíso tropical fantasma, que construimos con nuestras propias manos. Levantamos una ciudad colonial, la independizamos. Sobrevivimos a un conservadurismo extremo; lo revolucionamos. Nos llenamos de reformas, de guerrillas, de movimientos estudiantiles. Todo eso salió directamente del cerebelo mexicano.

Así es como, una vez explicado el terreno que piso, me dispongo a hablar del omnipresente Sistema de Transporte Colectivo, mejor conocido como microbús, o micro. Son unas cosas de lámina con ruedas que no son ni camionetas, ni camiones, son como la quimera de esos dos. Móviles anatómicamente cuadrados, diseño con un diseño aerodinámico nulo. Filas de asientos muy juntos e incómodos rodeados de tubos despintados para asegurar al pasajero. Puertas siempre abiertas para no discriminar a nadie y letreros fluorescentes de la ruta en que se mueven. Y créanme, de verdad están en todas partes. Cuando te diriges a algún lugar que no conoces no falta quien te diga “tomas el micro que sale acá, te bajas y tomas otro que se va por allá y llegas en media hora”. O cuando sales de algún lugar muy tarde, ves las calles desiertas, piensas que te irás caminando a casa pero no, se aproxima un colectivo con sus faros descompuestos, música latina a la máxima potencia de las bocinas, un conductor malencarado y con apariencia de pachucho venido a menos y un cacharpo, o achichincle, que se encarga de administrar el costo del transporte.

A nadie le gustan, eso es obvio. Pero todo el mundo los utiliza. En lo personal no tengo otra opción para trasladarme y me he habituado a viajar apretado, junto con otras veinte personas que vienen de lugares que también inventamos, con estilos de vida y trabajos que nacieron en la mente, con el propósito único de llegar entero a su destino. Porque en esta selva ya nada es seguro. Nos hicimos calles para transportarnos rápidamente. Después semáforos para evitar accidentes. Creamos el tráfico para justificar el mal humor y el dolor de cabeza. Inventamos seguros de vida y atropellados para consolar suicidas. Le dimos a los choferes de microbús una visión de piloto de carreras y al achichincle dotes de acrobacia entre el estribo y la calle. Si pensamos en todo esto separado no tiene mucha ciencia, pero hay que estar ahí para vivirlo, para sentir el hombro del señor que viene durmiéndose a nuestro lado, el olor a comida del vecino de enfrente, las risas incontrolables de una chica al fondo, la frustración de bajar en la próxima calle y no poder salir del minúsculo asiento; hacerlo y no poder cruzar la barrera infranqueable de gente en el pasillo, lidiar con un timbre que no funciona y bajar tres cuadras después del lugar en que pensábamos, mierda.

Es irónico, en verdad, que habiéndonos creado esas manchitas que suponían hacer la vida más interesante e imperfecta, ahora sintamos que las mismas no dejan de crecer y nos ahorcan todos los días. Nos creamos una ciudad tan apocalípticamente real que se voltea contra nosotros para aplastarnos. Quisimos que esas gotas de tinta aquí y allá harían de una metrópoli fría un sitio pintoresco. A mi parecer, como artesano de la ciudad, se nos pasó la mano.

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