Capítulo III
La Noche del Juglar
José Antonio Sánchez Cetina
Era una noche tranquila, la gente dentro del bus viajaba callada y se percibía un ambiente áspero, frío. El radio no estaba encendido; en esta ciudad de nada cuando el ruido desaparece sentimos tanto miedo que comenzamos a hablar, a crear, como creamos todo aquí, sonidos y pretextos para no estar en silencio. Como si esa nada que es lo que realmente existe dejara su estado latente y nos amenazara cada que el sonido se va. Se escuchaban murmullos ligeros, conversaciones completamente triviales e impersonales con el del asiento del lado: “qué tráfico, ¿verdad?”, “sí, mucho”. Otros hablan del clima, del día, de cualquier cosa que no tenga importancia y nos saque del peligro de la nada.
Fue entonces cuando subió lo que para todos fue un alivio. Un hombre con una guitarra vieja, como él mismo. Un instrumento de esos que con el tiempo y los raspones se vuelven expresivos. Cuerdas que tal vez nunca sonarán en un teatro, pero lo han hecho en toda la ciudad. Un pedazo de madera maltratado, cansado de muchos días, de muchos viajes, de muchos acordes sencillos. Contrastaba con la sonrisa de aquel hombre con un saco gris y una sonrisa amigable. Dijo unas cuantas palabras que seguramente las tenía aprendidas, como un discurso monótono de un líder comunista, como un merolico vendiendo la cura para la soledad, como se recuerda una oración. Y empezó a tocar; se tambaleaba al compás del microbús, sus escasos y amarillentos dientes hacían de la voz una melodía con un ligero zumbido, las cuerdas, que hasta ese momento despertaron llenaron el bus de energía, de todo lo que hacía falta y ninguno de nosotros pudo crear en ese momento. Todo quedó olvidado entonces, las luces incesantes de los semáforos, los silencios incómodos, las conversaciones falsas. Sólo recuerdo la voz ronca de un hombre que quizá alguna vez fue un trovador y ahora sólo un juglar que se dedica a llenar los espacios donde la gente no puede crearse un pedacito de ciudad. Esa tranquilidad que traía la música, la que no sólo creaba sino ponía en armonía el sonido, se dibujaba en los rostros de la gente.
Terminó de tocar una canción, comenzó otra, y otra, atravesó Tacuba y Marina Nacional, siempre acompañado del sutil vaivén del bus. Pudo haber tocado un par de minutos o varias horas. Cuando se crea algo tan dulce como el sonido de la música, como la cura perfecta contra el implacable éter, el tiempo se olvida de crearse minutos y se sienta a escuchar. Finalmente se detuvo a unas cuantas cuadras de Chapultepec. Nos miró con una sonrisa y con frases que ya no recuerdo nos pidió una moneda para continuar con el trabajo tan noble de romper el silencio.
La gente, a pesar de todo, no cooperó como él hubiera querido. Yo solté en su mano las monedas que alcancé a pescar de mi bolsillo y con un gesto simple me dio las gracias. Lo sé, lo sé y lo sabemos. Se merecía más que una moneda; llegó en el momento justo en que la nada pudiese haber tomado fuerza y comenzar a borrar gente aquí y allá. Pero en esta ciudad también nos creamos tantos problemas que se nos olvida lo verdaderamente importante. Permaneció en el microbús silencioso, pensativo. Un momento después, dio las gracias y bajó, sin perder un momento esa sonrisa tan peculiar.
Pegué mi rostro a la ventana y lo vi esperando otro microbús, como el que espera un año nuevo con mejor suerte. Tal vez con un público más generoso, con un silencio menos incómodo, con un reconocimiento más digno a su labor. Y así siguió tal vez su ruta, bajo la luna, en una densa noche de junio que quisimos pintarla más de negro que de violeta, con su fiel guitarra, con una sonrisa que brilla en el parabús, como la de aquel juglar de tiempos medievales, que sonríe a la desgracia, que inventa a cada minuto un verso diferente, que camina al ritmo de su alma, que sigue sus propias huellas.
La Noche del Juglar
José Antonio Sánchez Cetina
Era una noche tranquila, la gente dentro del bus viajaba callada y se percibía un ambiente áspero, frío. El radio no estaba encendido; en esta ciudad de nada cuando el ruido desaparece sentimos tanto miedo que comenzamos a hablar, a crear, como creamos todo aquí, sonidos y pretextos para no estar en silencio. Como si esa nada que es lo que realmente existe dejara su estado latente y nos amenazara cada que el sonido se va. Se escuchaban murmullos ligeros, conversaciones completamente triviales e impersonales con el del asiento del lado: “qué tráfico, ¿verdad?”, “sí, mucho”. Otros hablan del clima, del día, de cualquier cosa que no tenga importancia y nos saque del peligro de la nada.
Fue entonces cuando subió lo que para todos fue un alivio. Un hombre con una guitarra vieja, como él mismo. Un instrumento de esos que con el tiempo y los raspones se vuelven expresivos. Cuerdas que tal vez nunca sonarán en un teatro, pero lo han hecho en toda la ciudad. Un pedazo de madera maltratado, cansado de muchos días, de muchos viajes, de muchos acordes sencillos. Contrastaba con la sonrisa de aquel hombre con un saco gris y una sonrisa amigable. Dijo unas cuantas palabras que seguramente las tenía aprendidas, como un discurso monótono de un líder comunista, como un merolico vendiendo la cura para la soledad, como se recuerda una oración. Y empezó a tocar; se tambaleaba al compás del microbús, sus escasos y amarillentos dientes hacían de la voz una melodía con un ligero zumbido, las cuerdas, que hasta ese momento despertaron llenaron el bus de energía, de todo lo que hacía falta y ninguno de nosotros pudo crear en ese momento. Todo quedó olvidado entonces, las luces incesantes de los semáforos, los silencios incómodos, las conversaciones falsas. Sólo recuerdo la voz ronca de un hombre que quizá alguna vez fue un trovador y ahora sólo un juglar que se dedica a llenar los espacios donde la gente no puede crearse un pedacito de ciudad. Esa tranquilidad que traía la música, la que no sólo creaba sino ponía en armonía el sonido, se dibujaba en los rostros de la gente.
Terminó de tocar una canción, comenzó otra, y otra, atravesó Tacuba y Marina Nacional, siempre acompañado del sutil vaivén del bus. Pudo haber tocado un par de minutos o varias horas. Cuando se crea algo tan dulce como el sonido de la música, como la cura perfecta contra el implacable éter, el tiempo se olvida de crearse minutos y se sienta a escuchar. Finalmente se detuvo a unas cuantas cuadras de Chapultepec. Nos miró con una sonrisa y con frases que ya no recuerdo nos pidió una moneda para continuar con el trabajo tan noble de romper el silencio.
La gente, a pesar de todo, no cooperó como él hubiera querido. Yo solté en su mano las monedas que alcancé a pescar de mi bolsillo y con un gesto simple me dio las gracias. Lo sé, lo sé y lo sabemos. Se merecía más que una moneda; llegó en el momento justo en que la nada pudiese haber tomado fuerza y comenzar a borrar gente aquí y allá. Pero en esta ciudad también nos creamos tantos problemas que se nos olvida lo verdaderamente importante. Permaneció en el microbús silencioso, pensativo. Un momento después, dio las gracias y bajó, sin perder un momento esa sonrisa tan peculiar.
Pegué mi rostro a la ventana y lo vi esperando otro microbús, como el que espera un año nuevo con mejor suerte. Tal vez con un público más generoso, con un silencio menos incómodo, con un reconocimiento más digno a su labor. Y así siguió tal vez su ruta, bajo la luna, en una densa noche de junio que quisimos pintarla más de negro que de violeta, con su fiel guitarra, con una sonrisa que brilla en el parabús, como la de aquel juglar de tiempos medievales, que sonríe a la desgracia, que inventa a cada minuto un verso diferente, que camina al ritmo de su alma, que sigue sus propias huellas.
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