Capítulo V
Un día gris
Despierto con el zumbido de un helicóptero sobrevolando la colonia. Aún adormilado, distingo que estoy en el microbús y voy hacia la escuela: estamos en Carrillo Puerto, cerca de casa. Las noticias matutinas señalan un barrio cercano a nosotros, pero no alcanzo a escuchar qué es lo que sucedió.
El chofer escucha atento los hechos al momento en que reafirma los resultados futbolísticos de ayer. La ventana del bus está fría, las calles están vacías y no hay problemas para avanzar, hasta ahora. Hay veces, creo yo, en que todo el mundo está aburrido y nos creamos días como este, sin vida, monótonos. Pienso que el lunes se inventó exclusivamente para ser un día sin vida; es como el puente del domingo al martes.
Estamos por llegar a México Tacuba y el sonido de las sirenas es más y más fuerte. La gente afuera corre de un lado a otro, las patrullas se amontonan y tapan la calle, algunos mirones en las esquinas detienen su paso para darse cuenta de lo que sucede. Me molesta tanto eso; meter las narices en la desgracia de otros. Al fin y al cabo lo que a ellos les pase fue creado por ellos mismos y sólo ellos pueden admirar, sufrir, temblar o reír ante su creación. Pero no conformes con el derecho de crearnos cosas, nos gusta asomarnos a las de los demás para consolarnos un poco.
El microbús se acerca un poco y puedo ver claramente la imagen. Todo se congela, como de la orilla de un lienzo que mostraba una calle, una turba incontrolable de vendedores se apodera de la escena. Personas armadas con tubos, con botellas. Del otro lado de la imagen, una mancha mucho más pequeña de uniformados, todos equipados con casco. Ahora todo se sale del lienzo y se mueve; los puestos se quedan solos, los vendedores avanzan furiosos, la policía intenta detenerlos, tubos vuelan por aquí y por allá. Se escuchan gritos, cristales rompiéndose, cuerpos cayendo, cuerpos peleando. De un día que parecía hecho de nada nos creamos una batalla tremenda, una cruzada urbana. Ahora vuelan botes de gas lacrimógeno, ahora todos los vendedores huyen despavoridos. Ahora ellos responden con una bomba de pólvora y clavos. Ahora los uniformados se esconden. Los líderes de cada bando se acercan y se intercambian una ración de golpes, le sigue toda su tropa. La ropa multicolor de los vendedores se mezcla con la de la policía y ahora todo se vuelve una bola inmensa de la cosa más absurda que pudimos haber creado: la violencia.
El microbús no avanza, pero a nadie parece importarle. Cada vez se suman más ambulantes a la gresca, los uniformados comienzan a ceder y súbitamente, como si hubiese sonado un clarín de retirada, corren todos hacia sus camionetas y huyen a toda prisa. Se escuchan cantos de burla, de victoria. Y es que en verdad, mientras dure este momento, será para ellos la más dulce recompensa. Se inventaron más vendedores, se inventaron más tubos y más botellas. Simplemente los policías no tuvieron cabeza para inventarse algo más fuerte; los derrotó la mentalidad ambulante y mientras no suceda otra cosa el poder es de un puñado de vendedores astutos.
Cuando cosas como estas pasan te sientes indefenso, desnudo. Pensamos mucho tiempo y creamos al sistema judicial, creamos patrullas y armas. Todo esto para protegernos, para asegurar la justicia. Pero cuando ves que un grupo de personas mejor organizadas y con mucha más imaginación derriba nuestra creación lo único que piensas es que nos salió muy mal el invento aquel de la policía.
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La gran metrópoli, la ciudad más grande del mundo se pone la cortina roja del absurdo; se torna tristeza y vergüenza.
Por la tarde tomo otro microbús, el radio está apagado- La gente está cansada de las noticias de hoy; el sol se muere entre las nubes y el aire frío del lunes se siente agrio.
Estamos cerca de Chapultepec, otro sitio en donde, se supone, ambulantes y autoridades llegarían a un acuerdo. Miradas serias y un poco asustadas anuncian otra cruzada como la de la mañana. Nadie sabe ya qué cosas sea capaz de pensar e inventar la gente. ¿Hasta dónde podemos llegar si podemos inventarlo todo?
Los gritos y reclamos se hacen más fuertes, las palabras se escuchan con claridad y con fuerza. Luego, así como si nada, empiezan los jaloneos y uno espera ver otro espectáculo de rabia. Esta vez los uniformados sí retienen el movimiento. Dentro de ese pequeño círculo se escuchan lamentos. La gente que me acompañaba en el bus se orilla y avanza tratando de ignorar el problema. Pienso que esta vez la policía se creó más policías, o quizá mejores discursos. O tal vez solo se inventó una nube de miedo tan grande que los vendedores se entregaron fácilmente. Por qué no lo hicieron por la mañana, por qué usar la mano en vez de la cabeza para solucionar problemas.
El lunes sigue oliendo como huelen los lunes de transición. Pero ya no se ve gris, ahora el lienzo pinta nubes rojas en el cielo gris de una ciudad. Y pinta dos manchas que se pierden en el silencio de una mancha mayor que simplemente ignora lo que pasa alrededor.
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