domingo, junio 04, 2006


Las Crónicas del Microbús; capítulo VII


Capítulo VII
Sombras y siluetas
José Antonio Sánchez Cetina

Miércoles, como cualquier otro; el sol fundía el asfalto de las calles y el minúsculo ventilador del microbús solo apuntaba hacia el conductor. Los autos pasaban rápidamente por Mariano Escobedo y nuestro móvil hacía lo propio; la unidad, equipada con llantas deportivas, rines cromados, spoiler y tacómetro de cuarto de milla rugía mientras los semáforos en rojo quedaban atrás.

El viento que producía la velocidad me despabiló un poco y recordé que debía bajar en un calle próxima, así que me fui alistando para el descenso. Me sostuve del pasamanos y avancé hacia la puerta. Toqué el timbre, uno de esos botones grandes, rojos, con un sonido como de programa de concursos. El conductor me miró por el retrovisor como queriéndome insultar por haber estropeado su récord; empezó a frenar. Bajé los escalones rápidamente pero, precisamente en el momento en el que tenía un pie fuera y uno dentro del bus, cuando iba a saltar el chofer reanudó la marcha. Entonces intenté bajar como lo hacen los que llevan años viajando en el estribo, cuando el microbús está en marcha. Sólo escuché que el muy imbécil me gritó “Órale morro, no seas loco, orita te bajo pasando el semáforo”. Mis esfuerzos para esquivar el golpe de la portezuela fueron inútiles, salí volando, pero no como los que brincan siempre del estribo. Mis brazos aleteaban queriendo evitar algo que era inminente. El impulso me mantuvo unos segundos en el aire, como cuando sientes que nada te puede pasar, así se ha de sentir estar marihuana; flotar, no sentir nada, ni la cabeza, solo el aire frío. Miré el Sol y las nubes; parecían de un paisaje de revista. Entonces ni siquiera pasó por mi mente el suelo, ni mis pies, ni la horrible realidad de mi cuerpo contra el piso. Pensé por un momento que caería sobre mis pies, un poco mareado, pero a salvo, quise sonreír por mi buena suerte cuando me encontré con él; en el aire, donde no se supone que debía estar. Un gigante verde y sólido, serio y rígido. Una broma de alguien que se inventa cosas en la ciudad para hacerle pasar malos ratos a los demás. Sentí algo crujir y seguramente no era el gigante. Cerré los ojos, apreté los dientes y de todos modos el choque fue igual de fuerte. Del golpe no tuve tiempo ni de decirle “aguas” o “chín, perdón”, de todos modos era innecesario. A diferencia de mi vuelo casi infinito entre el piso y el microbús, mi caida no duró ni dos segundos. Después de rebotar con él, mi cabeza fue a dar al piso, junto con mis monedas y mi buena suerte. Era un poste, me embarré contra él de tal modo que cuando mi boca lo tocó pude sentir el sabor de metal oxidado, de la publicidad de cualquier cosa que tenía pegada, de la mugre de ciudad.

El dolor no se hizo esperar, mi cabeza daba vueltas sin parar. Por alguna extraña razón olía a tierra mojada, como a campo. Sentía los brazos colgando y solo pude arrastrarme hacia la pared más cercana. El olor a campo se hizo más y más fuerte y de pronto pasó frente a mí una silueta grande; pasos fuertes, cuatro golpes, como si fuera un caballo; en plena avenida, a medio día y con este tráfico. Solo faltaba que el poste fuera un Atlante y entonces si creería que dejé mi cabeza en algún lugar en el suelo. No intenté más ponerme en pie y me desparramé en la banqueta, como teporocho. Desperté un poco después, una hora o dos, todavía estaba el sol en lo alto. Tenía hormigueos en las dos piernas, sentía la cabeza hirviendo, mis manos no respondían, ni siquiera se doblaban un poquito. Arriba, un anuncio de pastillas para el dolor, un caballo negro en la banqueta, un poste gigante de luz que se me atravesó. Lo de siempre en una ciudad llena de locos como esta; locos que nosotros inventamos para quitarnos el aburrimiento y que ahora se multiplican sin control. Debí fracturarme algún hueso con el poste, “Espero no sea el de la suerte” pensé y maldije cien veces al chofer y a su madre, aunque muy probablemente estaría para esos momentos a kilómetros de mis palabras.

Por la noche fui a parar al hospital. Creí que había sido solo un golpe, pero creo que fue un poco más serio que eso. Tenía problemas en las costillas, en los brazos, la pierna izquierda, la cabeza. Como si además de haberse puesto en medio, el poste me hubiera dado una golpiza. Me quedé ahí varios días, aguantando la comida insípida del hospital, las conversaciones de ancianos enfermos, jugando en mi cama a que mis dedos viajaban en un microbús y a la hora de bajarse se encontraban un poste y milagrosamente lo esquivaban, entonces veían un caballo oscuro y lo dejan pasar. No sé por qué a todo el mundo se le hace tan rara mi historia cuando hablo del caballo. Mi hermano me escuchaba atento hasta que mencioné ese detalle y, sonriendo, se levanto del asiento y me dijo: “No, tú si de plano estás bien zafado, mira que eso de darle besitos al poste ese es de raros, y encima pachequearte un caballo negro, ya ni la haces” Tal vez sí di un mal paso, pero lo del caballo es cierto, si no que le pregunten a mi sombra, que estuvo conmigo casi todo el tiempo. Sólo se alejó para sentarse en la banqueta y estallar en risas cuando me pegué en el poste. Todo por culpa del sueño frustrado del chofer de romper su propio récord en la avenida.